Cuando empezó el partido éramos cuatro frente al televisor. Passarella debutaba como técnico de la selección. Argentina versus Chile. El volumen bajo del Philco 17 pulgadas interrumpía el silencio de la planta baja del Hospital Italiano. A las diez y cuarto de la noche el movimiento en la entrada sur del hospital era escaso. Sentados en una hilera asientos plásticos unidos por un esqueleto metálico, levantábamos nuestras cabezas para mirar el televisor que colgaba de una columna. Nadie hablaba. Ninguno se animó a avivar el sufrimiento del otro con conversaciones de compromiso. Todos sabíamos que sobre aquel hall se encontraban las habitaciones de cuidados intensivos y la sala de neonatología.
La selección dominaba el partido con buen fútbol. Debimos haber sido los espectadores menos entusiastas que tuvo el equipo aquella noche. Yo estaba sentado a la derecha. El primero a mi izquierda era un hombre de treinta y pico. Barba candado. Campera de jean. Pantalones Angelo Paolo. Un rosario en sus manos. Tenía una bolsa de nylon en el suelo entre sus piernas. De su bolsillo derecho colgaba un llavero de Boca con la foto de un chico de cuatro años del otro lado. Imaginé que ese chico podría estar en alguna habitación del segundo piso. En terapia infantil. Seguro su madre estaría con él.
Más a la izquierda había un hombre de cuarenta años. Canoso. Gordo. Sus brazos cansados tenían una pequeña campera rosa. Su mirada estaba clavada en la pantalla y sólo se distraía al ver al hombre de seguridad. El tipo se paseaba con el walkie talkie abierto, comentando el partido con el guardia de la salida de Gascón. Al gordo ya lo había visto antes en los sillones del segundo piso, junto a la puerta de neonatología. Tenía un hijo prematuro de cinco meses y medio, según le escuché comentarle a una abuela que procuraba enterarse de todos los casos del hospital.
Por último estaba el espectador de más selecciones de los allí presentes. Un hombre de alrededor de setenta años que alternaba su atención entre el televisor y un Power Ranger que pasaba de mano en mano. Un nieto en terapia intensiva, pensé. El sucesor articulado del Temerario cayó dos veces al suelo. Su único nieto en terapia intensiva, pensé.
Llegó el primero de Argentina. Nadie lo gritó. El abuelo se paró. Fue al ascensor y subió. Se llevó con él al Power Ranger. No volvió a bajar.
No podía borrar la imagen de Nico entrando en neonatología a las ocho de la noche. Lo iban a operar del corazón antes de cumplir tres días.
Argentina hizo el segundo. Nadie lo gritó. El gordo se paró, y con la campera rosa en la mano desapareció por el ascensor.
Nico había nacido en el Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento con insuficiencia cardíaca. Los médicos nos recomendaron operarlo en el Hospital Italiano. Y allí estábamos. Esperando.
En una estupenda jugada, la selección de Passarella marcó el tercero. Ninguno de los dos lo gritó. Me quedé solo cuando el hombre recogió la bolsa de nylon y se dirigió al ascensor.
Faltaban cuatro minutos para que terminara el partido. Argentina ganaba tres a cero. Desde el último gol que no despegaba los ojos del televisor. Me puse cada vez más nervioso. Argentina tocaba pero no llegaba. Los jugadores parecían conformes. Yo no. Faltaba mi gol. Necesitaba que convirtieran el cuarto gol. Toques cortos cerca del círculo central. Los chilenos estaban entregados. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla estaba el reloj. Cuarenta y cuatro treinta. Medio minuto, más lo que adicionara el árbitro. “¡Vamos, carajo!”, se me escapó y llamé la atención del tipo de seguridad que hablaba por el walkie talkie. Un tiro cerca del palo derecho y el cuarto que no llegaba. Con la mano en alto el árbitro señaló que faltaba un minuto por jugar. Marcelo Araujo se conformaba con el tres a cero. Macaya ya estaba sacando conclusiones del planteo de Passarella. Faltaba mi gol. Último avance argentino. El árbitro señaló el círculo central y mis rodillas alcanzaron el suelo.
GSTV Diciembre 1996©
Publicado en La Voz del Bajo
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