Nunca se lo había visto tan decidido desde que se mudó a Mar del Plata, diez meses atrás. La seguridad pareció borrar la curvatura de la espalda de Giglio Mazzantini. Duras tareas habían trabajado de manera despareja su cuerpo de un metro ochenta y cinco, desde los 13 años. Erguido enfiló hacia el edificio que estuvo marcando con la vista por veinte cuadras.
Ana,
Hoy a las 8 y media de la noche te voy a demostrar que no soy ni un bruto ni un animalito de Dios. Andá a la Bristol y vas a ver lo que puedo hacer. Además de descargar los cajones de merluza y cornalito de los pesqueros de Mellino, soy un tano romanticón.
Eran las siete y cuarenta de la tarde cuando Giglio apalabró al portero. Por más que la historia sobre la foto de la Bristol desde lo alto pueda parecer convincente y 46 pesos una suma interesante para el cuidador del edificio, lo que le abrió camino fue el inaguantable olor de su ropa.
Es mentira que el olor a pescado mata el fuego latino. Yo soy un verdadero latinlover.
Mientras que esperaba el ascensor, sacó un recorte del diario La Capital. Tras desdoblarlo observó una foto Mateyko, en la que se podía ver a Ana saludando de fondo. Su cara estaba circulada con birome roja. Había restos de cinta Scotch en los extremos del recorte que por cinco meses decoró la pared descascarada de la pieza que Giglio alquilaba desde su llegada a la ciudad, a tres cuadras de la estación de trenes. En aquella pensión de San Juan y San Martín, Giglio Mazzantini ideó su plan maestro.
Perdió la concentración cuando el punto fijo que miraba en el hueco del ascensor fue interrumpido. Cerró el recorte. Recogió su mochila Mundial ‘90 del suelo y subió al ascensor. Apretó el botón del último piso y se quedó junto a la puerta. Sin pensar en nada en particular, se dedicó a escupir hacia la pared que se movía frente suyo. Tardó 8 pisos en lograr su cometido: embocarle a los números que se perdían bajo sus pies. Victorioso, volvió a concentrarse en su plan.
El camino a la terraza debía completarse con dos pisos por una angosta escalera. Una vez en la más alto del edificio, no tardó en apoyar su mochila contra un rincón. Se desvistió. Apiló toda su ropa contra la puerta de la terraza. Estiró los brazos y golpeó su pecho, feliz por su desnudez. Caminó hasta uno de los bordes y se asomó para ver Mar del Plata a sus pies. Vio la Bristol, la punta del Torreón y uno que otro pesquero mar adentro. En poco más de media hora va a oscurecer, pensó. Observó la cuidad desde los otros costados antes de ponerse manos a la obra.
Tenía las herramientas en sus manos y se encontraba a los pies de aquellas enormes letras. Debía cortarle la electricidad a las primeras tres antes de que se enciendan, dijo sonriente por su astucia. Le quedaban quince minutos y ya estaba nervioso. Había estado vigilando el edificio por seis días y siempre el cartel se esperó hasta las ocho y media para prenderse.
Ana estaba desde las ocho y veinte en la Bristol. Como le dijo Giglio en la carta, “dale la espalda al mar y mirá es cielo”. Siguió las ordenes a medias, ya que creyó que Giglio no valía una tortícolis. “Tano bruto, con que me vas a salir”, se repetía cada vez que miraba el cielo.
Faltaba poco tiempo y Giglio comenzaba a sentir al descenso nocturno de la temperatura. Estar en cueros en una noche por más primaveral que fuese, no era algo soportable. Pensando en el recambio que traía en su mochila, decidió hacer una fogata con la olorosa ropa de trabajo. Ya había cortado los cables de las primeras tres letras y sólo restaba aguardar, para asomarse en el momento indicado.
Ana ya se estaba impacientando. Eran las 8:29 y Giglio todavía no daba señales de vida. Miró descreída el cielo. Observó como frente a sus ojos se encendía la palabra ANNA. “Qué truchos”, dijo, y pensó en lo mal que debía estar la cuidad para que hasta el famoso cartel de Havanna no funciona. Arrepentida de asistir a la cita cruzó la avenida para emprender el camino a casa.
“No! No! Qué pelotudo! No! Soy un animal! Anaaaaaaaaaaa!
Estaba enojada con ella misma. Caminaba por la vereda del edificio Havanna cuando escuchó:
“aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa”.
Espero que te gusta la sorpresa.
Giglio Mazzantini
© Gustavo Guaglianone 1995
(Primer cuento presentado en el Taller de Narrativa Breve de Guillermo Saccomanno)
(Primer cuento presentado en el Taller de Narrativa Breve de Guillermo Saccomanno)
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